Todos los caminos el camino: El paisaje interior en la literatura de Esther Seligson
Texto publicado en Academia.edu
3/3/202533 min read


¿No existe, acaso, una individualidad en profundidad que hace que la materia, en sus parcelas más pequeñas, sea siempre una totalidad?
Gaston Bachelard, El agua y los sueños
¿Acaso empecé a separarme, a cuestionar mi implícita pertenencia al diáfano manantial de luz, a inventar la pared de en frente?
Esther Seligson, Cicatrices
La literatura de Esther Seligson es un camino y paisaje en sí mismo. A menudo –y en todos los diversos géneros que incursionó (ensayo, teatro, cuento, novela, poesía)– parte con una búsqueda que no es otra sino la de una Totalidad propia del misticismo. Para llegar a ese destino último, Seligson utiliza el lenguaje para después desintegrarlo. La desintegración está relacionada a parajes extra temporales y espaciales: los sueños. Eso provoca que en su obra se vayan tejiendo hilos conductores cuyo destino es desembocar en el mismo camino. La construcción de su escritura encuentra forma de avanzar mediante otros registros literarios como el teatro y la danza. De ese modo el cuerpo se ve implicado en la proyección interior-exterior que terminará formando su propia cartografía corpóreo-espiritual hacia el paraje final, Total, que es el del paisaje interior.
La intención del presente ensayo es el de circunscribir ese recorrido a saltos, el de trazar un camino sobre el camino, arrojando atisbos de luz sobre la obra de una escritora que buscaba con la literatura un diálogo infinito (consigo misma).
Hablar de la literatura de Seligson es desbordar lo que pueda decirse sobre ella. Sin embargo, este camino-ensayo pretende abarcar sus obras completas hablando sobre el sendero que ella quiso recorrer en cada uno de sus escritos: el que lleva a la Totalidad. Para tal tarea fue necesario empezar de su punto de partida: la búsqueda de esa Totalidad, hasta el tránsito por el mismo. Sobre la marcha encontraremos una multiplicidad de vasos comunicantes que se verán ejemplificados. Este recorrido implica tener en cuenta que el lenguaje es movimiento y que la escritura para ella era la luz. Esther mueve su obra siempre hacia el camino planteado mediante seis movimientos esenciales: los epígrafes que comienzan la búsqueda; el teatro que conforma una particular noción de espacio y tiempo en su obra; la danza que desintegra el lenguaje; los sueños que conforman su ilimitado universo literario; y el cuerpo que es el modo en el que ella atraviesa el último tramo hacia el Todo, la Luz.
Esther Seligson fue una quimera más que una escritora. José María Espinasa, editor y amigo suyo, en una charla realizada por el aniversario 80 de Seligson en Casa Estudio Cien Años de Soledad, describe su obra como “quemante”, donde se “bordea el límite de una escritura prohibida” (2021). Quema por la fuerza e intensidad con la que la pluma busca el camino de la Luz1. Nacida el 25 de octubre de 1941 en la Ciudad de México, hija de emigrantes judíos ashkenazíes (su padre era polaco y su madre, rusa), Esther abrevó tanto de la vida, como de la literatura. No hubo género que no trocara en oro: novela, cuento, ensayo, crítica teatral, traducción, aforismo, poesía. Por esa misma razón se le ha catalogado como una escritora “rara” o “de culto”, pero ese mote viene, más bien, del carácter inagotable de todo lo que escribió. Este viaje-ensayo, camino-ensayo partirá en dos –es apenas un decir, pues son más partes–, como las tablas de Moisés, su obra, para que todo lector que se acerque a su pluma pueda seguir ese camino, como ella hizo, con el cuerpo y Alma.
Cuatro son los peldaños de este ensayo. El primero, “Espejismos y ritos”, partirá con la literatura como viaje y retorno al origen para entender la búsqueda que Seligson emprende y plasma en todo lo que escribió. Seguido de esa “iniciación”, en “Trazar un camino es desintegrarlo” se planteará cómo utilizó el monólogo interior para dejar abierto el diálogo con el texto (también con ella misma, Otro y lo Uno). Haciendo análisis de sus cuentos y poemas llegaremos a la desintegración misma del lenguaje que es en este caso el tratamiento de la memoria y los sueños. Esa será la piedra angular del siguiente capítulo: “Otros eran sus sueños”. Todo lo anterior desembocará en “Cartografías literario-corporales. Hacia el paisaje interior”, que es un intento de delimitación –aunque tal cosa sea imposible– de su búsqueda hacia el centro, partida y llegada de toda su obra.
Espejismos y ritos
La literatura que dialoga consigo misma es una doble reflexión sobre la escritura: pone sobre la mesa lo que acontece en torno, antes y después de la escritura mientras se pregunta por el hecho literario que, en este caso, para Esther es un acontecimiento y una espera. Como acontecimiento –y se verá permeado en toda su obra– en Seligson “la escritura se da por acumulación de vida vivida” (2006), según le confesó a Jacobo Sefami en una entrevista. Un dictado, “como si se hubiese llenado el recipiente de las vivencias de un cierto periodo y de pronto las palabras empezaran a gotear”. Sin embargo, aunque este acercamiento a la letra sea personal, su obra dista mucho del género autobiográfico –aunque bebe de él; llevaba siempre un cuaderno de notas que iba intercambiando con su prosa, a modo de cadáver exquisito– porque a quien interpela no es a un pasado vivo o remoto, sino a ella misma y la escritura, en presente, a través de Otros2. Dice Sandra Lorenzano en el prólogo a los Cuentos reunidos (2019) de Esther: “Tal vez los múltiples libros, poemas y ensayos que Esther escribió no sean sino [...] un recorrido a lo largo del cual deseaba ir encontrando los dispersos fragmentos de sí misma. Trayectohaciael origendelapalabrapoética,búsquedadeloesencial,ofrendaen el desierto, silencio de huesos pulidos por la arena”. Ese es nuestro punto de partida. No perdamos de vista la búsqueda, lo esencial (parte de esa Totalidad) y los huesos (el cuerpo) como ofrenda (rito).
Ahora, la espera es lo que sucede entre el acontecimiento y la búsqueda de una Totalidad, es decir, lo que sucede en el texto. Esther tenía conocimientos de todo tipo: de la filosofía a la literatura, de la Cábala al Talmud, de la astrología a la cosmogonía de la India, del budismo al mundo del teatro, de la herbolaria al Tarot, de la docencia a la danza. Este abanico de posibilidades le permitió escribir sobre todo a la vez. Esa simbiosis la consigue a través del monólogo interior3 y el diálogo con lo que está esperando. La idea de Totalidad incluye, por tanto, todas esas cosmogonías de forma simultánea. Charles Simic, a quien Seligson admiraba y con quien compartía el gusto por la lectura de los textos de Cioran, creía, como dice uno de sus versos, que la poesía podía medir la distancia entre nosotros y el Otro y que, a su vez, cada fragmento literario contiene dentro de sí/mismo la posibilidad de/revelar el significado del/mundo como totalidad (2010, p. 106). Esa idea de totalidad la compartía Seligson; sin embargo, para ella se trataba de algo todavía más complejo que seguiremos desarrollando en los siguientes capítulos (en especial en “Otros eran sus sueños”). Por ahora quedémonos, para seguir avanzando por este camino-ensayo, con que a lo que aspira la pluma de Esther es a un encuentro con esa Totalidad donde ella, lo que escribe y lo que le rodea, se hacen Uno. En el ensayo “Gracias por el fuego” de A campo traviesa (2005), Seligson nos arroja a las brasas de su obra diciéndonos: “Tanto la Alquimia, como la Cábala y el Mito, son modelos de interpretación del mundo que postulan la unidad fundamental de la materia, que es energía, luz; cosmovisiones que se proyectan caleidoscópicas sobre la conciencia de los seres humanos para que no olviden su filiación divina, su filiación trascendente” (2005, p. 133). Hacerse Uno con lo Uno. Encontrar en todas sus formas esa Totalidad.
La búsqueda se hace a través del lenguaje y junto al lenguaje. Ese “junto al lenguaje” corresponde a una noción ritualística que Seligson incluye en cuentos y poemas hasta desembocar de forma químicamente pura en la novela La morada en el tiempo, que es una reescritura de la Torá desde el punto de vista de un Jeremías contemporáneo. El camino hacia el lenguaje es ir al origen: el ritual. Y Seligson escribe como si danzara, sabiendo que todo acto literario es en esencia movimiento y voz. Es, como se venía argumentando anteriormente, la literatura que dialoga consigo misma, sobre ella misma, en la obra de Esther. Es una pregunta anterior al sincretismo de las artes. Recordemos una de las tesis de Eleazar Meletinsky: “En sus inicios, el arte verbal estuvo ligado estrechamente a la danza y a la música, en el marco de un acto teatralizado que era un rito primitivo” (1993, p. 18) que extrae de la lectura que hace de A. N. Vesselovsky cuyo trabajo se centró en teorizar acerca de lo hermanadas que son canción-dicho-acto teatral/danza-encantamiento-adivinación-acto ritual. Seligson hermana rito-danza-teatro-literatura en ese camino que traza, como una coreografía, hacia la Totalidad. Utiliza todos esos registros lingüísticos y corporales desbordados para llegar a lugares más allá de lo escrito. Nunca dejará un registro fuera de otro porque constituyen para ella lo sagrado, que aprehende sobre todo del teatro. Muestra de ese conocimiento adquirido por lo teatral lo encontramos en el epílogo que hace en El teatro, festín efímero, nos dice: “Como la de la vida, la esencia del teatro es inaprensible, un camino siempre virgen, un encuentro siempre terrible y salvaje con lo divino, porque divino es todo acto creador” (1989, p. 13). Si seguimos hilando el acto creador como acto divino encontraremos que tienen una semántica común: es el antecedente ritual que todo lo crea en una misma esfera de significación personal. Es decir, Esther vive la escritura y crea a partir de ella como si fuese un acto divino.
En ocasiones ese acto divino nace de ella misma como en su cuento “Luna” que comienza con alguien que escucha el rumor del mar. Los personajes –de los que no sabemos nada salvo lo que sienten, escuchan y ven– en un arrebato amoroso van fundiéndose con ese mismo rugido del oleaje. El paisaje se interioriza hasta que, como una profecía, “la vida avanza de nuevo hacia la luz, camino abierto, camino surco, tu andar tendrá el color de tus palabras, rojo, verdiazul, oro, eres viento, eres arena” (2019, p. 207). El “eres viento, eres arena” es la comunicación corporal, primigenia, danza, con lo trascendente. Otras veces nace de otro acto divino que ella reescribe: el mito. Así sucede en todo Sed de mar, donde nos vuelve a contar la Odisea, Ulises y su regreso a Ítaca, pero esta vez desde las voces quedas del relato homérico, como la de Penélope. ¿Por qué reescribir lo escrito? Porque, como reza el comienzo de “Gracias por el fuego”, “la inagotable riqueza de los mitos estriba en su eterna actualidad, en ese reguero de semillas itinerantes que los vientos de las tradiciones orales sagradas hacen germinar, por aquí y por allá [...] porque el limo fértil donde florecen sus raíces es la psique humana” (2005, p. 132). Y porque eso significa no dejar de ser semilla: expandir la literatura hacia todas sus comunicaciones que colindan en el camino hacia lo total.
En “Katherine Mansfield”, Seligson hace un análisis sobre el centro de su escritura –y que terminará siendo el centro de la obra de Esther también– y concluye que en ella(s) hay una especie de “objetivo creador”, pues toda literatura “en suma, es una iniciación en la verdad” (2005, p. 56), una puesta en camino donde, para reconocer las cosas, debemos reconocer su “cadencia profunda”, buscar su esencia, aspirar a su unicidad.
Ahora bien, después de haber pasado por búsqueda, espera y ritual, nos queda seguir moviéndonos, seguir danzando. Una de las brújulas que utiliza Seligson en su literatura para andar el camino que quiere seguir, es el de los epígrafes. Ya hablamos del rito y el acto creador como búsqueda, pero donde Esther empieza a dialogar sobre ese camino es en sus epígrafes que nunca son casuales.
En “Vigilias”, que forma parte de Cicatrices (2009), construye un mosaico de pensamientos a modo de sistema propio. Una reflexión sigue a otra (sin saber nunca cuál precede a la otra). El axis mundi epigráfico lo encontramos cuando leemos sobre por qué Esther busca –como si de un camino se tratase– epígrafes: “Esta manera mía de buscar epígrafes, como si pidiera una tablita de salvación en medio del océano de las palabras. Y es que, en efecto, así sucede cuando veo el escrito cual náufrago cubriendo la página” (2009, p. 119). Su brújula viene de buscar, primero, un interlocutor de su texto para ponerlos a dialogar. Ese interlocutor que pone en movimiento lo escrito, primero, es el epígrafe. Lo dialógico (lo veremos más a detalle en el siguiente capítulo) es lo que le permite a su escritura seguirse moviendo una vez que se puso en marcha. Esa es la función que tiene la elección de otras voces, otras citas, en sus cuentos, ensayos y poemas. Aquí resuena algo que trabajaron en sus teorías postestructuralistas Roland Barthes (otro autor cabecera de Esther) y Kristeva acerca de la “significancia” de cómo se puede derivar hacia todos lados un texto –y es lo que busca Seligson con sus epígrafes– en su ensayo “La escritura ‘desbordando’ a la literatura: Tel Quel y la irrupción del postestructuralismo” (2019): “si algo caracteriza al texto literario y artístico es su alta capacidad de transgresión, de ruptura: una vocación de desbordarse del sistema en el que fue generado y del que es recibido para, más que significar, quedarse en una suerte de ‘suspensión de sentido’ y no clausurar sus posibilidades” (2019, p. 34). Toda esta multiplicidad de sentido es la puesta en diálogo de las citas que recoge Esther, como semillas sobre un espacio escénico. Es lo que en palabras de Barthes significa “un régimen de sentido” que no se cierra y donde “el sujeto, cuando escucha, habla, escribe e incluso al nivel de su texto interior” (1985, p. 217), que va siempre de significante en significante, a través de su construcción de sentido, sin suturarlo jamás. Al no cerrarse, al quedarse abierto, germina. Esa “tablita de salvación” en medio del océano del lenguaje y sus ramas representa una puesta en diálogo infinito.
Es así que la dirección por la que Seligson guía sus textos, parte de una primera búsqueda personal como lectora hacia lógicas de sentido de otros autores para, en sus palabras, “dislocar, descolocar, desplazar a veces mi texto y darle otra dimensión, múltiples dimensiones de hecho, en la mente y el alma del lector, pluralizar su mundo mediante connotaciones y correspondencias. Provocar colisiones, explosiones, implosiones, una suerte de incandescencia, o por afinidad o por contradicción y rechazo, tanto en el lector como en texto y el propio epígrafe” (2009, p. 119).
Ese es el primer espejismo: todos los textos el texto. Y sabe traducir lo anterior, para utilizarlo a modo de cuento en “Espejismos”, que es una especie de Gran Tornillo cortazariano donde abre con el epígrafe de Edmond Jabès: “No mires adelante ni atrás, sino dentro de ti mismo. Ahí es donde empiezas” (2009, p. 122). La mise-en-abyme sobre mise-en-abyme consiste en caminar:
Caminas a la orilla del camino mirándote la palma de las manos mientras la vida transcurre a tu lado por el centro y hacia el horizonte. Caminas por el centro del camino mirando a ambos lados transcurrir la vida mientras tropiezas a cada paso sin parar. Caminas por el camino zigzagueando de orilla a orilla como loco sobre un zanco único sin tiempo para vivir la vida. Caminas despacio por el camino de la vida, el horizonte a tus pies y todo el tiempo entre las manos. El horizonte te camina por la palma de las manos hacia el centro del camino de tu vida. (Seligson, 2009, p. 122)
El epígrafe propició un diálogo interior, un encontronazo, que aunque plantea un horizonte que se camina, todo termina por ser caminado. Es el desborde, el desplazamiento del texto sobre el texto hacia otro texto y hacia el texto mismo.
El epígrafe será una primera puesta en diálogo, un espejismo. El segundo será el lenguaje mismo como médium. Entre espejismos, brújulas y camino/movimiento, veremos en adelante que lo que nos permitirá seguir danzando/caminando su obra hacia el paisaje interior, serán las múltiples formas en las que Esther seguirá engrosando su paso como vasos comunicantes de su propia vida (y por consiguiente su propia obra).
Trazar un camino es desintegrarlo
Poner en movimiento al texto, según Seligson, se logra poniéndolo en escena y danzando. Trazar un camino es caminarlo, sí, pero como veremos al final de este apartado, será también desandarlo.
Para caminar el texto, nos dice Seligson en su ensayo “Escritura y espacio escénico”, “lo primero [...] es el escenario, el espejo, la matriz, la grieta, el ojo, la boca: la mirada y el grito, la imagen y el sonido, el gesto, la danza y el canto: el espectáculo: lo que se contempla (theatro), lo que se transforma en acción (dramon), lo que se transfigura, desfigura, revela, devela: la metamorfosis, la representación, el juego, la fiesta, el Rito. Después, la Palabra, su escritura” (2005, p. 192). La puesta en escena es la página en blanco y la circunscripción del espacio por el que se desenvolverá su pluma no es solamente un escenario, sino un espejo que es ojo y es grieta. Es decir, es imagen (ojo) y es su representación (grieta; espejismo; ilusión). Ese juego entre ser ojo y ser grieta es propio del teatro, es la máscara tras una máscara –como sucede a veces con sus epígrafes; recordemos que son un espejismo dialógico también–. Una de las enseñanzas más firmes que recoge del teatro es la de la Esfinge en Edipo Rey, pues lo que hace es desplazar a Edipo, por un momento, de su misión irrevocable, de ese destino trágico final. Una vez que Esther tiene la página en blanco frente a ella (un escenario que es desplazamiento y es ritual a su vez) empieza su búsqueda hacia la Totalidad. Ella no trotará el texto a medida que lo escribe, porque el ritual ya se inició. Aquí es donde, para avanzar, usa otro de sus registros, la danza, como metáfora de la construcción de un texto.
¿Y cómo construye un texto? Danzando hacia el origen del mismo: la palabra. En “Danza y escritura” Esther describe ese arte como “celebración del Verbo, ritual de la Palabra aún no articulada [...] plasma el movimiento cósmico del origen [...] en el tejido escrito de un lenguaje que tiene la bachelardiana capacidad de ensoñar al mundo” (2005, p. 195). Seligson danza el texto hacia el origen preguntándose por la Totalidad de las cosas. “Escribir es inaugurar el camino que indaga el camino de la pregunta” (2005, p. 180). Sus movimientos son su estilo literario que, a menudo, se plantea como abstracto cuando en realidad es, predominantemente: un monólogo interior abierto. La danza es escritura automática. Seligson lo sabe desde antes de escribir: lo sabe como lectora cuando, por ejemplo, en Las olas de Virginia Woolf se concentra en “esos toques de luz cuya forma, intensidad y color cambian a lo largo del día” (2005, p. 40) más que en cualquier otra cosa. El estilo es la sensibilidad del escritor, es la “visión que se mueve en el ámbito de la luz”. Es, de nuevo, el camino que interroga al camino.
Esther se hace una pregunta en su ensayo que resume lo anteriormente planteado. Ella reflexiona sobre la diferencia entre la pregunta de la Esfinge a Edipo (¿quién eres?), la de Jehová a Adam (¿dónde estás?) y la de Ángel a Agar (¿de dónde vienes, a dónde vas?), y concluye que está en que “Edipo se transforma, al responderla, en su propia pregunta, mientras que Adam y Agar, al responder, entablan un diálogo, es decir, inician un camino, que no va a desembocar a Tebas, sino a la Zarza, al camino mismo” (2005, p. 180). Todas las preguntas, la pregunta. Ya vamos encaminándonos a esa Totalidad.
Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en el cuento “Espantapájaros”. El protagonista es ese mismo ser solitario que custodia los cultivos. “Se sabía desnudo hasta la última hebra de paja, casi se diría en los huesos, más aún, sin esqueleto, prácticamente invisible. ¿Cómo había llegado a esa certeza?” (2019, p. 120). A medida que el cuento avanza en esa pregunta, el espantapájaros se vuelve una pregunta y certeza de sí mismo, de la soledad que le rodea y del “asilo en el tiempo” en el que vive. Se va acercando a sí mismo cuando, después de la pregunta como disparador, le invade la duda y el temor de si es la sombra de un sueño soñado por alguien. Unos gitanos llegan al pueblo. Él empieza a fabular qué sería de su vida si pudiera irse con ellos. Pero vuelve a la certeza de que no puede, por ser un espantapájaros, y esa misma noche que llega a la revelación final, no le queda más que hacer “lo imposible por durar ardiendo hasta el amanecer” (2019, p. 120). Él no desemboca en Tebas ni Zarza, porque, el final de su camino estaba en arder.
Cuando en Sed de mar habla Penélope, la pregunta en la que se convierte y con la que empieza el diálogo es la siguiente: “¿qué rostro otro que no conozco vas a traerme hollado por inexpresables visiones, curtido en tierras para mí inexistentes, cuajado del rocío de tantos ojos que te habrán visto partir en amaneceres de adiós?” (2019, p. 128). Su espera, el tejido del sudario, se vuelve múltiples rostros que no sabe si reconocerá.
Para seguir caminando, antes de desandar el camino, necesitábamos la búsqueda que impulsaba la pregunta. Ahora, lo que abre la pregunta es un diálogo, como el de Adam y Agar que vuelve cuento en “El espantapájaros” y “Penélope”. Si el monólogo interior es el estilo/técnica por antonomasia de Seligson, esto equivale a decir que el diálogo será con ella misma, que es Otro (que es Adam, Agar, Penélope, la literatura, su vida, la Totalidad). Esta última premisa la abstrae de leer a Martin Buber, específicamente Yo y tú, que plantea filosóficamente las implicaciones del encuentro. Buber estructura una realidad a partir del vocablo conjunto “yo-tú”5 (2017, p. 17). La constitución del mundo está regida según la implicación del sujeto consigo mismo al tiempo que este se constituye a partir de la relación intersubjetiva con lo que le rodea. Buber establece un principio “dialógico” en su filosofía, donde el encuentro entre los anteriores polos se plantean como única posibilidad humana de acceso al Ser. Esto le interesaba a Esther como camino ascendente, místico. Lo trascendente en el mundo deviene directamente de algo más grande que él (normalmente tiene que ver con la naturaleza). Y la razón se satisface solo en la idea de lo absoluto, o sea en un Tú eterno que se construye (1968, p. 69).
En el cuento “Distinto mundo habitual”, un pintor que se instala en una ciudad que es nueva para él se ve a sí mismo pintando retratos de quien soñaba como enamorada clandestina. Nunca la pintaba con rostro, pero le daba forma. Todo marchaba igual, entre retratos y exhibiciones, hasta que se da cuenta que una de sus vecinas, Doña Eulalia y su loro, no abandonan sus pensamientos. Cuando Fermín, el pintor, se hace la pregunta: “¿cuándo empezaron el loro y Doña Eulalia a filtrar su pequeño mundo habitual en el mío propio?” (2019, p. 70) se descubre a sí mismo viendo distinto al loro (ya no tenía plumas verdes, sino grises), hasta que se vuelve esa realidad que parecía entretejida a la suya. Asciende a una forma distinta de su Ser en esa pregunta y búsqueda.
La pregunta nos hace retornar a su punto de partida. Y después de construir un camino, veremos que con Seligson lo que ocurre es que una vez que avanzó volverá sus pasos atrás, para desintegrar su andar y volver a la misma pregunta. Para eso –y aquí entra un eslabón fundamental en su obra– es necesaria la memoria y el olvido que construye en su obra a partir de la filosofía platónica.
Platón distingue la memoria –facultad del recordar sensible– del recuerdo o reminiscencia, que sería el acto por medio del cual el alma ve en lo sensible lo inteligible, de acuerdo con los arquetipos contemplados cuando estaba desprendida del cuerpo6. Nuestra alma, en resumen, ya lo conoce todo. Este mundo sensible, material, nos sirve para atravesarlo, hacer el tránsito al mundo de las ideas para extraer de ellas su esencia. Según su Carta VII, el hombre tiene cuatro vías para esto: el nombre, la palabra, la imagen y el entendimiento.
La reminiscencia es corpórea: la prueba de que es una afección del cuerpo y de que es la búsqueda de una imagen en tal estado es que algunos se inquietan cuando no pueden rememorar. Las imágenes agitan la reminiscencia y esto es más dado, según Platón, en los melancólicos. Pero volvamos al punto central de la memoria (camino) en Seligson (otro camino, que se desanda): el recuerdo supone un conocimiento anterior. Todo lo ha vivido nuestra Alma ya, y estamos aquí, recordando, cuando agolpan las imágenes y lo sensible.
Por tal motivo el cuento que nos permitió cerrar la anterior idea buberiana –y que Esther la embona con la filosofía platónica de la reminiscencia– es “Distinto mundo habitual”. Después de que Fermín, el pintor, conoce el objeto (el loro), este cambia para él. Empieza a parecerle familiar algo del ambiente opiáceo de la casa de Doña Eulalia. Se puede decir que “empieza a recordar” hasta que, Doña Eulalia saca un álbum de fotos y empieza a contarle, una a una, las anécdotas que hay detrás de cada imagen. Fermín empieza a sentir que “ya conocía esa nuca, esa voz, sus manos, esas historias, esos rostros y esos trajes, su olor, sobre todo su olor” (2019, p. 74). Cuando el loro dice dos veces su nombre, el relato termina fundiéndose paralelamente. Inició con Doña Eulalia empujando la ventana, introduciendo la jaula del loro “al interior” (esto es simbólico); Fermín se encuentra haciendo exactamente lo mismo, de forma casi mecánica pero sensible, al final del cuento.
Asimismo, el cuento “Retornos” abre el camino-diálogo con el epígrafe de Georg Kubler, que Seligson extrae de La configuración del tiempo, y reza así: “En cualquier caso, el instante presente es el plano sobre el que se proyectan las señales de todos los momentos” (2019, p. 210). Kubler intenta elaborar construcciones del arte a través del tiempo y viceversa. Una de sus tesis plantea que hay acontecimientos anteriores que obedecieron a sus propios adherentes existenciales-materiales-individuales. Primer diálogo que entabla Esther: hay cosas que sucedieron antes que otras por su sucesión material en el tiempo. Primera pregunta intrínseca en el relato –que lo hace avanzar–: ¿y si el tiempo sucediese de otro modo, en historias paralelas que pudieron o no haber sido de la misma manera, bajo esa ordenación distinta de eventos? Así es como comienza imaginando que
encuentra a su madre “si tornara a vivir de nuevo”. Se imagina con ella, en un paseo donde sabe reconocer el lazo emocional que las une. Después fabula, con la misma premisa, que es el hermano gemelo de su padre, hasta que llega a su presente, que en el relato es distinto: “De no ser posible las anteriores sucesiones de temporalidades (las cursivas son propias), entonces, me sentaría a reescribir las historias que se les han escrito a los niños, y que dan siempre comienzo así: ‘Había una vez’...” (2019, p. 273). El presente de Esther como escritora es, muchas veces, el de la reescritura, pero en esa otra posible línea temporal sigue imaginando que escribe: es la coincidencia –casi a modo de reminiscencia platoniana extratextual– que une su vida con su recuerdo.
Otro ejemplo, que es el culmen de lo anterior, se encuentra en Luz de dos (1978). Se trata de “Un viento de hojas secas”, donde la memoria va ligada al sueño. “Cuando sucedió por primera vez, Tomás no lo recordaba” (1978, p. 63). Nuestro personaje parte de la anamnesis y a medida que “los detalles aumentaban y se precisaban conforme iba creciendo: el sueño se desarrollaba al ritmo de su cuerpo, de sus conocimientos y experiencias” (1978, p. 63). Tomás revive imágenes que lo llevan a dos paisajes característicos de la obra de Seligson: el mar ilimitado y la montaña –que representa el exilio7–. El cómo recuerda y sueña lo seguiremos analizando en el siguiente apartado. Para el tejido de ideas hasta ahora enarbolado, es la conclusión platónica de que el Alma recuerda pues su tránsito es anterior a lo que pensamos conocer.
Ese es el mecanismo principal de la búsqueda de Seligson porque, como Penélope, teje y desteje el mismo sudario de la memoria y el olvido; (de lo sensible). Sandra Lorenzano lo describe así: “La memoria íntima y familiar se cruza con lo mítico. Ifigenia, Antígona, Penélope [...] Esther buscaba su propio rostro en las raíces del pensamiento, en el humus en el que se asientan reflexión y emoción” (2019, p. 13).
Otro hilo a ese sudario de recuperación de la memoria –como desintegración de la misma; camino que se des-anda en su búsqueda de Totalidad– lo encontró Seligson en la poesía. En su ensayo “Rilke y la transfiguración de lo visible”, Esther le otorga al poeta la categoría de “místico” porque supo hacer enteramente suyo, en el verso, el “transformar lo invisible en visible porque él veía de otra manera, de una manera nueva, interior” (2019, p. 19). Utilizó el lenguaje a disposición de lo divino aunque hablara de lo mundano. “Lo que hace el contenido del poema nunca es eso (lo mundano), sino más bien algo como la incomprensible presencia de esas representaciones o de esos objetos, su yuxtaposición misteriosa o sus lazos invisibles” (2019, p. 24). A menudo, en la poesía de Seligson esos lazos invisibles tienen que ver con una presencia divina, como la de Aditi, el principio complementario creador de Shiva8. En el poemario Negro es su rostro (2010), Aditi aparece nombrada como Ella, se vuelve un pronombre personal más universal que el que su nombre original contiene. Así se va armando la reminiscencia, también, como en “Oración del retorno”: he separado las cáscaras/ astillas de la memoria/ culpable/ la nostalgia/ no retorno virgen no/ ni siquiera más sabia sólo/ apenas/ un poco más maleable (p. 50). El retorno, el recuerdo, no es nunca virgen por la condición rememorativa del Alma. Así sigue Esther su camino hacia la totalidad: arcilla arcaica para Tus manos/ Madre/ barro liviano y espeso / sin litigios/ Litoral a Tus pies me inclino/ Tú botarás el navío/ Tú trazarás la ruta (2010 p. 52). Cuando en ese camino hacia la Totalidad un epígrafe (cuando lo hay), la concepción espacio-temporal del teatro, el diálogo infinitesimal y monológico ya no le permiten a Esther seguirse moviendo, opta por el intento de comunicación con lo que ella cree podría encontrar en esa Totalidad aspiracional, como en este caso es Aditi/Ella. Esa comunicación prefiere hacerla en verso por la lección que aprende de Rilke y que más tarde sabrá esperar de Beckett. A los personajes de Beckett, Esther les llama “personajes-conciencia” porque están situados “entre el pensamiento y el lenguaje” (2019, p. 29). En el lenguaje también hay reminiscencia y forma parte de la búsqueda y el ensayo-camino en el que estamos ahora. La apuesta de Esther, para seguir abriendo ese “régimen de sentido” barthesiano de “significancia”, está en “partir en busca del lenguaje primero, original y originador, en busca de esa voz que se proyectaba desde y hacia el infinito” (2019, p. 29). Y para encontrarlo habrá que destruir o trozar otros lenguajes. Esa es la penúltima de nuestras paradas hacia la Totalidad: el lugar donde el lenguaje se desdibuja, desplaza, resignifica, busca: el sueño.
Otros eran sus sueños
Haciendo referencia a uno de sus libros, el lenguaje de los sueños, como los sueños mismos de Esther, son otros. El lenguaje de lo onírico puede ser todos a la vez. Seligson, sabiendo lo inmenso que puede ser el mundo de los sueños, se arriesga a tomar su camino de la mano de sus escritos. Para ello seguirá prefiriendo el monólogo interior, pero lo que modificará para seguir avanzando será la noción del tiempo. La conformación del espacio en su obra es una construcción propia, cuya forma es la espiral. Lo que va más allá del lenguaje –como los sueños– le ayudó a comprenderlo, entenderlo y danzarlo. En la entrevista que le hace Jacobo Sefamí, responde que esa misma noción de espiral implica que “todo es Tiempo imbricado en el tiempo que se despliega en puntos temporoespaciales, que la única Morada a construir sea la de la Palabra” (2006). Dentro de esa espiral, como en el sueño, el tiempo no existe y, parafraseando lo que concluyó en la entrevista, es el ámbito en el que se desenvuelven todos sus escritos: “ese dominio de la Consciencia Cósmica en el que coexisten todas las realidades de la imaginación, de la vigilia, de la razón, de los sentimientos, las pasiones” (2006).
Si “la dimensión espacial del relato está inscrita en las formas mismas del lenguaje que le da vida” (Pimentel, 2001, p. 8), la inscripción onírica de la literatura de Seligson implica otro sistema de sentido abierto, esta vez temporal y espacial. Esa es la forma en la significa su espacio y que precisamente por su naturaleza abarcadora desembocará en lo que es el último apartado y parada de este camino-ensayo y de la obra de Seligson que es la del paisaje interior. Al no estar inscrita su escritura totalmente en relaciones significantes con nociones de este mundo (como lo es la del tiempo y espacio), su construcción no puede estar delimitada y mucho menos en el ámbito esencialmente de un texto, que es el intertextual.
En “El espesor de lo vivido” (2019), un ensayo sobre Proust, Esther rescata una de las primeras impresiones que como lectora de Marcel capta y retoma en su escritura. Es acerca de la búsqueda de un tiempo que no es perdido porque se desliza. La intención de Proust –y la de Esther– es la de captar la duración (Tiempo), no la sucesión (tiempo). Por eso no es posible recuperar un tiempo perdido porque es irrecuperable, pero puede narrarse la duración –que es siempre sensitiva– para aprehender otro tipo de Tiempo. Ese sema9 que empieza siendo tiempo en un nivel de significación apegado, digamos, a una representación del tiempo “real”, al nombrarlo, resignificarlo como Tiempo (Seligson, como quien conjura con el lenguaje, disfruta renombrar las cosas), crea un espacio diegético individualizado10 que en su individualidad es cercano al de la espiral: a la del sueño.
Volvemos al ejemplo de “Un viento de hojas secas”. Tomás se somete a esa espiral desde el comienzo. Su condición de no recordar dota al cuento de un espacio que es el espacio del vacío de la memoria de Tomás. Ese espacio se irá “llenando” a medida que el cuento avance y que él vaya rememorando, viendo y viviendo de nuevo las imágenes que conformaron aquellas que en principio no recuerda. “Tomás vivía en espera del sueño, de ese sueño imposible de prever, que no se asociaba forzosamente a los acontecimientos diurnos y que surgía, entre otras imágenes, clarísimo e ininterrumpido” (1978, p. 64).
Una de las primeras conformaciones de ese espacio-espiral es la del mar. Su carácter de horizonte donde converge todo, desorienta un poco a Tomás cuando va recordando un mar, cuando se incorpora a su sueño. Pasan los años y se da cuenta que las imágenes que recordaba de ese extenso cuerpo de agua eran en realidad las de la montaña. Ahí es donde recuerda, donde sueña. “Parecían irse acomodando poco a poco, desde fuera, al paisaje interior de Tomás [...] De manera que él mismo creía estarlo descubriendo todo: en realidad, lo reconocía, era un reencuentro” (1978, p, 70). Termina por conectarse sueño-espiral-memoria con su cuerpo.
En cuanto al cuerpo, Seligson es bergsoniana. Tomás recuerda con los huesos. Le duele el cuerpo. Bergson consideraba que era posible hablar del cuerpo como un límite movible que nuestro pasado “empujara incesantemente en nuestro porvenir”11, y afirmaba que la memoria además de no ir de atrás hacia adelante, es decir, de presente a pasado, sino de pasado a presente, se concibe en el ámbito del yo. Hay un tiempo antes del tiempo homogéneo como lo conocemos. Y ese tiempo es indivisible y continuo. Se prolonga, entre otras cosas, por la sucesión y por el cuerpo. Es un tiempo en el tiempo. Mientras Seligson habla, en la entrevista con Sefamí, sobre el tiempo en su escritura, dice que “literaturizaba la concepción bergsoniana” del mismo, por eso el motivo del tiempo como espiral en su obra.
Por un lado está Bergson, y por otro, Bachelard. El segundo le posibilitará a Seligson terminar de construir el tiempo en su literatura por cuanto hace a las imágenes. Imágenes que representan un tiempo propio. La idea del mar que palpita en sus cuentos –y que tiene que ver con el tiempo, el espacio, la espiral y el lenguaje– como uno de esos paisajes interiores y oníricos tiene esos tintes bachelardianos. En El agua y los sueños (2003) Bachelard habla de que existen imágenes directas de la materia. El ojo las reconoce, la vista las nombra, pero la mano termina por conocerlas. Es decir, al “volver a la memoria” las imágenes del mar, Tomás las reconoce a través del ojo, pero al darse cuenta que con quien se estaba reencontrando era con la montaña y no con el mar, Tomás siente dolor, palpa con la mano ese retorno de la imagen, de la memoria.
Bachelard nos permitirá terminar por comprender lo que leía Seligson –como buena tarotista que era– en los arcanos de su pensamiento sobre este elemento (agua) que asociará para siempre con el sueño. Si “el alma sufre entonces una carencia de imaginación material (Bachelard usa la imaginación como nuevo componente, pero en esencia es una idea primordialmente platónica [las cursivas son propias]), el agua, agrupando las imágenes, disolviendo las sustancias, ayuda a la imaginación en su tarea de desobjetivación, de asimilación” donde se junta, por sintaxis, con el movimiento de la unión de todas esas imágenes” (2003, p. 25) con el oleaje espiral de la memoria.
En el cuento “Umbrales” que pertenece a Isomorfismos, el personaje camina adentrándose en una ciudad que siente mitológica, que está soñando. Se trata de una especie de ciudad prometida. Entre preguntas y respuestas acerca de qué es el mar, el personaje entiende, una vez avanzado el sueño, y entablado el diálogo con el yo-tú (volvemos a Buber), que los “límites invisibles” de esa ciudad terminan por abrirse, sobre todo cuando el personaje sentencia: “tú eres la ciudad en que me adentro” (2019, p. 218). El camino era hacia adentro.
Volvemos al cuerpo.
Cartografías literario-corporales. Hacia la imagen interior
El camino-ensayo termina aquí: en el cuerpo. La danza/ritual termina aquí: en el cuerpo, es decir, en la Palabra.
Diálogos con el cuerpo (1981) es la parada final de este recorrido; es la Espiral de la obra de Seligson, Antiguo Testamento si se permite la referencia. En este enfebrecido monólogo interior y extremadamente sensible, ella recorre su propia cartografía literario-corporal. Es todas sus búsquedas la búsqueda. Aquí es donde confluye todo lo expuesto anteriormente.
Esther parte en todos sus textos con una búsqueda de la Totalidad. Esa búsqueda parte de un camino donde los espejismos nos permiten abrir un primer sentido múltiple en sus textos. Ejemplo de ello son los epígrafes que escogía delicadamente, como conchas de mar en la arena fina de su pensamiento. Ese primer espejismo, que a su vez es un ritual, pone a dialogar el texto consigo mismo y con otros elementos dentro del mismo. Esto permite que el texto avance hacia un sistema nunca cerrado de sentido. Una vez que se puso en marcha el andar –que en Seligson es más bien una danza personalísima–, el camino nos lleva, aunque múltiple, por sus conductos y vasos comunicantes. Su conducto, su médium, será el lenguaje. Esther encuentra en el monólogo interior el origen de la Palabra y la desintegración de la misma. Estructura su escritura a partir de la metáfora de Penélope: tejer y destejer el sudario literario-corporal. Eso la lleva a hablar, en todos sus textos, de una u otra forma –pues constituye la búsqueda, el camino y el paisaje en esencia– sobre la memoria y los sueños. La construcción de su espacio y tiempo de su literatura nace de ese germen. Su literatura terminará formando un sefirot, una espiral que concluirá en el paisaje al que llegan –y pretenden llegar– todos sus escritos: el del paisaje interior. Aquí estamos, viéndolo danzar.
“La mirada, al estallar, se hace palabra, y la palabra, entonces, pide respuesta, se convierte en diálogo” (1981, p. 9). Así comienza Diálogos con el cuerpo. Es el origen de la búsqueda. En su implosión, la mirada se vuelve también nombre, “danza generadora”, como la de Shiva, que “irá modelando con invisibles manos un cuerpo” (el de la escritura), cincelando su rostro –que son siempre muchos; es una de las máximas del teatro que nunca abandonó la pluma de Esther–, “palabra-espiral” (camino) porque ahí donde anida la espiral de todo acto creador, acto divino, es un cuerpo. Esther presta el suyo a su literatura para que, en un ritual dancístico, este cree a su paso y vuelva a recordar, para que “retorne a la incógnita, a la mirada que de nuevo recoge lo impronunciable” que es esa Totalidad del paisaje interior. Un cuerpo, el suyo, es el paisaje interior que dibuja a surcos y pirueta tras pirueta, en cada cosa que escribió. El sueño del cuerpo es la búsqueda. “La imagen del espacio proyectado [...] que se proyecta sobre la tela de fondo de otra realidad posible” (Pimentel, 2001, p. 90) da luz a una “criatura híbrida”, a la quimera que era Esther en todos sus textos, en prosa y verso.
Continúa el diálogo con su cuerpo: “un cuerpo no es un laberinto [...] es, por el contrario, un lento descender en círculos concéntricos [...] y rebotar, retornando en nuevas ondas a un núcleo imaginario, al punto cero equinoccial” (1981, p. 15). Es la espiral de la ensoñación que termina con la consciencia del cuerpo y de lo que siente, como vimos con Tomás y el cuento “Distinto mundo habitual”.
Esa espiral es un eterno ascender y descender, como concluye en “Diálogo con el oficio de vivir”:
Mas del Hades-Mictlán lo importante no es bajar, sino volver, regresar enriquecidos por la experiencia, empreñados de ella como Perséfone de la semilla de la granada, emerger del horror sin perder el seso, trayendo en el ascenso la lucidez del descenso. Igual que Orfeo, y, por supuesto, sin Eurídice, pues los muertos –el pasado por luminoso que fuere– es Nada, la nada, un destino que no depende de los dioses: tampoco ese descendimiento en el que nos buscamos a nosotros mismos y a ninguna otra cosa distinta” (Seligson, 2005, p. 106)
No hay otra búsqueda fuera de ese paisaje interior por el que tenemos que ascender y descender. A eso se debe la espiral: el camino no termina donde la Palabra deja de gritar. Porque todo camino es parte de un mundo más allá de este donde nos toca hacer vigilia y de vez en cuando, entrar al sueño. En el ensayo que cierra A campo traviesa lo confiesa: “No soy arqueóloga, antropóloga ni historiadora, sino un escritor que cree vivimos en tiempos y espacios simultáneos, en un universo de correspondencias donde no todo es definitivamente inventado, pero donde toda la ensoñación es rigurosamente cierta” (2005, p. 414). Con esa certeza seguimos moviéndonos por este ensayo-camino que termina cuando Esther deje de soñar –lo que es imposible porque otros serán siempre sus sueños–.
Es fácil perderse por la obra de Seligson por esa misma búsqueda total y abrasadora y porque, citando a Geney Beltrán en el epílogo de sus Cuentos reunidos, “a menudo no hay drama en su ficción: los hechos usualmente ya han ocurrido, y lo que se registra es la forma en la que la consciencia y la sensibilidad los reviven, explican o construyen” (2005, p. 389). Por esa razón el intento de este ensayo que se planteó como camino en su andar y estructura, es el de recorrer la obra de Seligson siguiendo el camino que ella seguía para escribir. Y, “¿a dónde quiero llegar con estas comparaciones, semejanzas y correspondencias? [...] con la Palabra, lugar donde todos los exilios culminan, donde el corazón se sacrifica vacío de sangre para que la Voz Divina se manifieste, pues la escritura es la única Tierra Prometida que le espera al escritor, y el Libro la única ciudad santa que le da cobijo” (2005, p. 416).
La escritura de Esther es en sí misma un viaje, un diálogo ininterrumpido, un absoluto que, como un poema en Negro es su rostro (2010). “Si hoy fluye tras la ventana/ un río, si antaño fue un/ árbol, o es el bullicio de una calle transitada, el sol de la/ tarde llama –y llamará–, / toque suave contra el cristal, / parpareo en las cortinas leves, / rumor aroma de vieja historia / que no concluye y/ retorna sin/ cesar” (2010, p. 24). Ese retorno será propio de la memoria.
En uno de esos retornos se encontrará el cuerpo con una certeza: al final del laberinto está la Luz/ y hacia ella se enardecer mis / anhelos/ Nada más (2010, p. 60). La Luz es lo que puede nombrar. Es un estado de la Totalidad anterior a la llegada de la misma. El laberinto parte por la Palabra y sigue por la Luz. No me basta lo que alcanzo/ toco miro/ me queda siempre un dejo de/ carencia / por/ más plena que sea la/ entrega/ del creciente invoco ya a la/ luna llena/ del mañana que será/ menguante retengo/ lo fugaz lo tardío lo mendrugo/ centinela de/ gestos y detalles/ coleccioné/ miniaturas nimiedades/ entusiasmos/ la tristeza en/ ánforas de barro/ mal cocido/ los sueños en páginas sin/ quicio/ celebré todo vuelo/ toda caída/ y pedí perdón por mi/ indigencia/ mi sordera/ el ciego ímpetu de inflamar/ a/ las palabras” (2010, p. 61). Y si nosotros podemos quedarnos con una imagen a lo largo de este-su camino literario-corporal, es de Esther, inflamando las palabras para apuntar a la Luz, a la Totalidad con la que su literatura se funde, a través del cuerpo. Por lo tanto, el camino no es algo que se proyecta hacia el exterior; es lo que se prolonga con el movimiento interior.
Con la poesía que se hizo carne y Verbo concluye el camino. Es la imagen final de su cartografía corporal-espiritual: el cuerpo que al estallar, al volverse Palabra, encontró atisbos de la Luz que buscaba. “Igual que Quetzalcóatl, numen de los penitentes y del autosacrificio, simboliza el arquetipo de la noche del alma –la fase de la calcinación– en su búsqueda de la Luz, misma que la Cábala traduce como tikun, el proceso de “reparación” expiatoria que el hombre ha de hacer para liberar a las chispas divinas (su propio espíritu) de las cáscaras de oscuridad que las atrapan” (2005, p. 134). El camino –nunca lineal, siempre en espiral– que siguió Esther para encontrar(se) y liberar esas chispas fue la poesía. La comunicación natural con ese paisaje interior cambió de registros comunicativos (epígrafes, sueños; los argumentados a lo largo de este camino-ensayo que también termina) sin perder el norte espiritual que Esther intentó seguir con la escritura.
La literatura de Seligson supo captar el universo en movimiento; supo, en la vigilia, escribir sobre el sueño abierto de una vida por la que las palabras se convertían en oro. Como en la tradición judía del sefirot, su literatura fue árbol de vida, “diversas caras y facetas de un mismo Rostro, de una única Presencia: la del Ain Sof, el Absoluto, el Uno sin segundo, totalidad indivisible, realidad eternamente incognoscible pero más cercana, cuando se escribe (las cursivas son propias)” (2005, p. 399).
Bibliografía
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