Disintegration Loops y la vida de una burbuja
Texto publicado en Academia.edu
12/13/20244 min read


11 de septiembre de 2001. El humo se divisa desde el loft de un alma sensible que llevaba poco más de veinte años reinventando la música y el sonido con viejas cintas magnéticas. El mundo, siempre caótico, inhalaba los escombros de un presente incierto y alguien decidió grabar lo acontecido: su respiración entrecortada. La banda sonora que acompañó ese derrumbamiento —no sólo el del World Trade Center— fue bautizada como Disintegration Loops. Dos momentos que colapsaron: uno que marcaría el futuro simulacro de la realidad, y otro que vertería “pequeñas libaciones de olvido en la tristeza” al modo quignardiano. William Basinski nació en Houston y estudió saxofón y clarinete en la Universidad del Norte de Texas. Cuando se mudó a San Francisco, compró grabadoras de casete baratas con las que capturó una especie de sinfonía de la ciudad: melodías de un piano rentado, el chasquido de los autobuses, el andar de los saltamontes y sonidos que provenían del interior de su refrigerador. Ese sería sólo el comienzo de la sensibilidad que exploraría a través de la repetición a lo largo de su carrera musical. Lo grabaría todo y armaría loops con fragmentos de un sonido y otro que no provenían del papel y el lápiz, sino de otros lugares mucho más etéreos y fragmentarios.
La música nace con el descubrimiento y nada con sus hilos entre las manos. Es un desgarro (el primero) estético y emocional. Así lo entiende Basinski cuando, inaugurados los dosmiles y viviendo en Williamsburg, decide digitalizar todas las cintas que había grabado dos décadas atrás. El primer bucle le arrojó algo grave y orquestal. Él, intuitivamente tomó su sintetizador Voyetra para ajustar una contramelodía arpegiada propia de un corno francés. Fue una respuesta casi automática de parte de sus manos. Dejó correr la pista y el azar. A su paso, la tira se tensaba con la eventualidad para darle movimiento. A medida que el loop pasaba por el cabezal de reproducción, la cinta se iba desintegrando. La capa magnética se desprendía del plástico raspando el óxido que la conformaba modificando su sonido, su textura. Ya no habrían más contramelodías que las de esa separación. Basinski comprendió que había un significado más profundo detrás de esas grabaciones —acaso una nota muda—. Estaba escuchando cómo la música nacía y moría entre las capas de sus oídos e interior; una narración sonora que se eclipsaba, que dejaba ver las costuras de su ocaso con la caída de las Torres Gemelas y el día. Esta obra sin partituras pero con un trazo que se desvanece y podemos escuchar, se lanzó en cuatro volúmenes entre 2002 y 2003. Su compositor —alguien que mide la frecuencia del espacio en el que tocará en vivo y las vibraciones de las personas presentes— supo crear, en sus palabras, “una burbuja amniótica atemporal en la que se puede flotar” (y algo más).
Podemos regresar al cuerpo después de escuchar todos esos loops que se desintegran, o seguir sobrevolando la marea del tiempo que se va rompiendo en silencio sin que nos demos cuenta; podemos ser el cuerpo de ese burbuja y vernos nacer sólo para escuchar el polvo en el que nos convertiremos. El que las cintas devengan silencio por su paso reiterado guarda una potencia secreta, apenas perceptible. Si, como dijo Brian Eno, “cuando algo se repite, cambia”, Basinski supo musicalizarlo y reproducirlo en un edificio, con sus amigos (¿hay algo más bello que compartir una elegía tonal?), mientras el mundo deshacía certezas. Hume pensaba que aunque algo se repitiera y no modificara nada en el objeto, el espíritu que lo contemplase no sería ya el mismo.
(No, no podía serlo si las fibras sensibles ya habían sido ensambladas como cuerdas del arpa anímico que se tocan con esa contemplación activa.) En este sentido y como consecuencia de las mismas reflexiones, Deleuze leerá el eterno retorno nietzscheano como regreso no de lo mismo, sino de algo distinto que sobreviene y nos sobrevive a cada vuelta. Creerá también que “la repetición se invierte al interiorizarse” y será una de las premisas de Diferencia y repetición, la filosofía (como la de Kierkegaard), algunas obras de arte y esta pieza musical. Se comparten reflexiones en las andanzas del pensamiento. Basinski, al dejar caminar la cinta en un día como el 11-S, nota que ese retorno ya lo ha escogido la pieza cortada y que lo que sobrevendrá tras la rotación de esa burbuja atemporal, será su propio pharmakon: salvar lo reproducido es también perderlo. Y si hay algo poético en Disintegration Loops es justamente lo que tiene que ver con esto, con un tren que avanza deshaciendo, infinitesimalmente, las vías que le sostienen cada que llega a la misma estación. Los casetes a los que había confiado cierta memoria residual en forma de notas cortadas, vuelven a la vida para pulverizarse con el lenguaje que crearon. Lo que después escuchamos es su último hálito sobrepasar el desastre babélico provocado por los atentados del 9/11 para permanecer en sus oyentes como una pieza que tiembla cuando la sentimos. La vida de una burbuja que escuchamos pasar mientras flota, desgastando su revestimiento, convirtiendo el negro humo en pequeñas gotas transparentes sobre el pavimento.